Cuando un automovilista se encuentra en medio de un taco, es perfectamente razonable que crea que aumentando el número de pistas de esa vía, o aumentando el número de vías urbanas de gran capacidad, la congestión disminuirá. Sin embargo, la evidencia empírica muestra lo contrario: los tiempos de viaje y el período de congestión aumentarán.
...los análisis críticos pueden ser simplemente descartados.
Transmiten el mensaje equivocado por lo tanto no son tomados en cuenta....
Se descarta todo aquello con lo que no se está de acuerdo. Y como los medios de
comunicación militan en el bando de los poderosos, no tienen ningún problema para hacerlo.
Noam Chomsky, entrevista con David Barsamian, Agosto 1992.
“Cuando un automovilista se encuentra en medio de un taco, es perfectamente razonable que crea que aumentando el número de pistas de esa vía, o aumentando el número de vías urbanas de gran capacidad, la congestión disminuirá. Sin embargo, la evidencia empírica muestra lo contrario: los tiempos de viaje y el período de congestión aumentarán. Como este es un resultado contraintuitivo, suele generar discusiones. La paradoja del aumento de la congestión frente a un aumento de la capacidad vial radica en que se usa una visión parcial y estática para analizar un problema más bien complejo. Si se amplía la mirada al problema, incorporando todos los modos de transporte y el comportamiento de los usuarios en el mediano plazo, el análisis técnico del transporte urbano muestra que la substitución de viajes en transporte público (TP) por viajes en automóvil tras un aumento de autopistas urbanas, termina por aumentar los tiempos de viaje de todos los usuarios. Efectivamente, si hay menos usuarios de TP, cae la frecuencia de servicio y disminuye la densidad de recorridos, aumentando los tiempos de espera y acceso, provocando una mayor fuga de usuarios hacia el automóvil, aumentando la congestión. Este resultado no sólo ha sido previsto analíticamente sino comprobado empíricamente con muestras representativas en muchas áreas urbanas, como lo hemos hecho ver en foros y publicaciones. Lo lamentable de todo esto es que la visión parcial y estática parece haberse convertido en política de Estado, incurriendo no sólo en un pecado urbanístico sino atentando contra el mismo objetivo que se persigue, cual es la disminución de los tiempos de viaje. Y lo que fue un error no sólo no será reconocido, sino defendido de diversas maneras.”[1]
El texto del párrafo anterior no es sino uno de los muchos intentos por aclarar los aspectos técnicos de los problemas de transporte urbano que mi grupo de investigación ha realizado en la última década. En apretadísima síntesis, lo que hemos planteado es: a) que la lenta pero sostenida substitución de los viajes en transporte público (TP) por viajes en automóvil privado provoca un aumento en el número de vehículos circulando, lo que contribuye a acentuar un fenómeno de carácter estructural como el de la congestión vehicular; b) que el transporte público bien diseñado y programado requiere de menos espacio vial y genera menos contaminación urbana por pasajero transportado que el automóvil, lo que contribuye a hacer atractivo su desarrollo desde el punto de vista global; c) que medidas como la de mejorar la red vial para el transporte privado estimulan decisiones individuales (compra y uso de automóvil) que provocan un deterioro del servicio aumentando las demoras de todos los usuarios, entrando en conflicto con el bienestar colectivo; d) que en Santiago se ha optado de hecho por el mal camino.
Parafraseando a Bobbio, los intelectuales desatan nudos y los políticos los cortan. Tras nuestros intentos por desatar nudos hemos sentido la censura explícita o subliminal en temas de transporte muchas veces y de muchas formas: cartas, artículos a la prensa o discursos que no se publican, preguntas de fondo públicas (y respetuosas) a las autoridades del sector sin respuesta. Es cierto que deducir y razonar en público acerca de las contradicciones entre lo que se dice y lo que se hace es molesto, pero es necesario que los responsables se hagan cargo de ello. A fin de cuentas, pareciera que las decisiones hubiesen sido tomadas con la visión parcial de un automovilista. Desde el punto de vista de la asignación de recursos, el conflicto real para la autoridad se hace evidente al tener que decidir cómo diseñar y desarrollar la infraestructura de transporte urbano, ya que ésta es una decisión colectiva que debería involucrar una visión global del funcionamiento del sistema urbano y una comprensión cabal de los procesos que lo componen para estimular la convergencia entre las libres decisiones de los usuarios y su bienestar colectivo. ¿Qué se ha hecho en nuestra ciudad?
Los ciudadanos de Santiago deben estar perplejos frente a lo que han presenciado en estos últimos años en la planificación del transporte urbano. Hace unos tres años, el Jefe de Estado presentó la modernización del TP en Santiago como un proyecto prioritario, Transantiago, destinado a detener la sostenida declinación de su uso, detectada en las sucesivas encuestas origen-destino. El objetivo declarado era “el incentivo del transporte público como medio de transporte principal de la ciudad y la racionalización al uso del automóvil” (MOPTT, 2000). Se puso a la cabeza de este proyecto a quién había mostrado la mayor voluntad y claridad en el sector cuando fuera Ministro del ramo, Germán Correa. En la misma época, el entonces subsecretario de Obras Públicas, Juan Carlos Latorre, presentó en la prensa escrita el plan de inversiones en autopistas urbanas por un total de aproximadamente US$ 2.000 millones como un “complemento” del proyecto de modernización del TP. Tras este enorme monto estaba el equipo de estudios de concesiones afincado en el MOP, numeroso y bien pagado. Luego que despidieran a Correa de su cargo de coordinador de Transantiago, se conoció por primera vez algún monto relacionado con las inversiones en locomoción colectiva de superficie, oscilando alrededor de US$ 300 millones; las preferencias reveladas tras estos montos relativos quedaron muy claras.
Luego de las dificultades al interior del equipo conductor de Transantiago, que trascendieran durante el presente año, el Presidente Lagos sintetizó lo que realmente era el plan: “47 kilómetros de Metro,... 260 kilómetros de autopistas de primer nivel y... buses como corresponde para una ciudad moderna”. Y muchas personas pueden pensar que esto era exactamente lo que había que hacer. Cuando las políticas de transporte son vistas anecdóticamente tras el volante de un automóvil, sin análisis global y cuidadoso, se llega a creer que menos buses es mejor (¡son tan grandes y molestos!), que calles de mayor capacidad son una solución (ver primer párrafo), o que el metro es la única posibilidad de ofrecer un estándar parecido al del automóvil. El caótico servicio actual de superficie contribuye no poco a que esta percepción se extienda a los usuarios fácilmente. También contribuye a ello la visión del aumento del parque automotriz privado como una suerte de proceso exógeno e irreversible. Todo esto facilita la neutralización de la población en su percepción de las descabelladas y onerosas políticas de hacer crecer las autopistas y el metro.
Hace unos meses, al conocer algunas cifras relativas al TP en el mentado plan, el mismo Germán Correa comentó a un diario (suponemos que irónicamente) que le parecía... ¡un buen complemento al plan de desarrollo de las autopistas urbanas! Y tiene toda la razón. Si el objetivo original era detener la caída en la proporción de usuarios de la locomoción colectiva, modernizándola y operándola en beneficio de los usuarios, ¿Cómo se entiende la férrea decisión de favorecer las autopistas para el automóvil, contraria al objetivo declarado y causa de más congestión en el largo plazo? ¿Hay algo que explique la tragedia de equivocaciones aquí descrita?
Desde sus comienzos institucionales, una iniciativa tan necesaria como Transantiago no parecía respaldada con suficiente voluntad política, pues no estaba acompañada de un presupuesto ni de un equipo técnico de dimensiones adecuadas a su desarrollo, en tanto que el gobierno había apostado por las autopistas urbanas mostrando gran decisión política en una dirección completamente opuesta al objetivo que Transantiago perseguía. La contradicción, mostrada teórica y empíricamente, entre el monto de inversiones (y subsidios) para desarrollar el sistema de autopistas urbanas y el combate a la congestión fue simplemente ignorada[2]. De manera no oficial siempre se insinuó que la inversión en estas autopistas no era relevante pues se trataba de aportes privados. Tal vez la explicación de tan grandes contradicciones entre lo dicho y lo hecho radique justamente en el acceso a créditos externos específicos vía concesiones para autopistas, resultando en recursos financieros extra-estatales, ganancias para las constructoras, imagen de modernidad, aumento momentáneo del empleo, etc. Sin embargo, “...el deterioro de los tiempos de viaje al aumentar las autopistas urbanas no depende del origen de la inversión en tal infraestructura ni de la propiedad de ellas. El efecto de la necesaria modernización del transporte público debe ser vista en este contexto global: si va acompañada de una inversión de 2000 millones de dólares en autopistas urbanas, éstas no serán un complemento de aquella sino al revés. Y la bien intencionada búsqueda de una ciudad más amable y eficiente en el uso del espacio y el tiempo será contrarrestada de manera irreversible.”[3]
¿Y que se hará con la locomoción colectiva de superficie? A pesar de las consultas en instancias técnicas a los nuevos encargados de Transantiago, no ha sido posible conocer con algún grado de precisión ni el presupuesto referencial con que se estaría trabajando para las inversiones en infraestructura y equipos, ni los criterios de tarificación que se usarían. Hasta hoy, poco se sabe de lo primero y la falta de acuerdo en lo segundo ha causado conflictos que han trascendido a la opinión pública. Sí se sabe que habrá servicios (recorridos) troncales y locales, que el número de viajes con trasbordos subiría entre cuatro y ocho veces, dependiendo de la fuente consultada, que el número de buses en circulación disminuiría en un veinticinco por ciento, y que la tarifa media por un viaje completo sería al menos igual que la actual. Y buses nuevos, claro (“como corresponde para una ciudad moderna”). Cabe preguntarse si el aumento del tiempo de trasbordo, el posible aumento de la tarifa, la disminución de las frecuencias y la mayor ocupación de los buses, podrán ser contrarrestados en la percepción de los usuarios sólo con el aumento de calidad de los buses. Y todo esto en un contexto en que Santiago se llenará de autopistas. ¿Habrá señal más clara que este panorama para que sigamos subiéndonos al automóvil? Porque el real desafío no es el de imponer comportamientos, sino provocarlos mediante las inversiones y diseños adecuados de políticas operacionales y tarifarias. Hoy se confunde la tarificación para recuperar la inversión en vías urbanas con la tarificación por congestión, que intenta que los usuarios perciban las demoras que inducen en los demás. Más aún, ¿Sabía Ud. que los mismos argumentos técnicos que justifican la tarificación por congestión, justifican un subsidio óptimo para los usuarios de locomoción colectiva programada? Pero de eso, ni hablar, aunque la Costanera Norte haya recibido un subsidio de más de cien millones de dólares.
En Londres se reelige al alcalde Livingstone por haber disminuido los tiempos de viaje favoreciendo el TP, en Madrid se ha logrado aumentar la proporción de usuarios que eligen TP, en los Estados Unidos se concluye que la inversión en autopistas no disminuye la congestión, en Portland se reemplaza una autopista por un parque y en Seul se demuele una para recuperar un río. Por otra parte, en ciudad de México están comenzando (sí, créalo) el segundo piso de las autopistas urbanas pues las existentes ya atrajeron demasiados automóviles (ver ilustración). Y nosotros los chilenos decimos que hemos optado por “el incentivo del transporte público como medio de transporte principal de la ciudad” y actuamos en la dirección opuesta ¿Signo de los tiempos?
miércoles, mayo 03, 2006
Transporte Urbano en Santiago: la carretera delante de los bueyes
(en este artículo, publicado en el Anuario de Chile a fines del 2004, el autor muestra otro ángulo relevante del tema: la fuerza de los medios de comunicación y su poder de censura)
Por Sergio Jara Díaz (*)
Periódico REFORMA, México DF, México. Reproducido con permiso del autor.
(*) Profesor División Ingeniería de Transporte, Universidad de Chile
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[1] Contenido de carta al Director enviada a El Mercurio el 20-4-2004, no publicada.
[2 Ver discusión en http://www.expansiva.cl/debates/detalle.tpl?numero=14&fecha=02/08/2002&hora=15:46:38
[3] En carta al Director enviada a El Mercurio el 30-10-2003, no publicada.
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1 comentario:
Al leer esto y dada la contingencia me doy cuenta realmente cuan poco y nada le importó al gobierno de lagos el Transantiago..
ASI NO SE HACEN LAS COSAS
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